No todo es lo que parece...


Era una fría tarde de invierno, mientras aquella extraña mujer vestida siempre de negro, contemplaba tristemente el horizonte lejano a través del cristal de la ventana. Era delgada, de tez muy pálida y su rostro parecía angelicalmente triste.

Todas las tardes de fin de semana se sentaba en la misma mesa,  acompañada de una taza de té negro con vainilla, y su mirada se perdía en la profundidad de la distancia.  Aquel ritual duraba exactamente una hora, luego se levantaba lentamente y se marchaba, siempre con aquella mirada perdida y sumergida en algún mundo bastante  lejano al de donde ella en realidad vivía.

Pasaron unos meses desde que llegué a esta ciudad y la vi por primera vez en aquel lugar. Recuerdo que tenía unas clases muy tediosas los fines de semana y necesitaba pasar antes por un café para terminar unas tareas pendientes y al mismo tiempo evitar parecer un zombie andante en medio de una ciudad que estaba a punto de volverme loca.  Ella siempre llegaba caminando lentamente con unas botas negras altas que parecían pesadas y que no iban muy acorde a su delgada y frágil contextura.  Pedía su clásica taza de té negro y vainilla y se adentraba en su mundo, donde no existía nadie más que ella.

Un sábado en que iba por mi tercera taza de café para soportar el día, no pude evitar preguntarle al mozo acerca de aquella extraña mujer que tanto me intrigaba. La historia que a continuación escuché me dejó aún más desconcertada:

Su nombre era Dayanna, no tenía más de 35 años y su soledad era su única compañera fiel. Cuando Daya, como solían llamarla sus amigos, había alcanzado los 18 años ya  había experimentado muchas cosas muy por encima de su edad. Solía vivir al extremo, entre fiestas locas, viajes largos sin destino determinado y en busca de una diversión constante que pudiera mitigar el profundo vacío que llevaba por dentro.  
Incomprendida, como ella se sentía, actuaba siempre de manera impulsiva con lo que se ganó algunos problemas. Era una persona que destilaba mucha energía, que vivía como si el mundo fuera a acabarse y que aparentaba disfrutar de todo. Pero detrás de esa extrovertida careta, vivía una chica llena de inseguridades y miedos. Durante esos años tuvo varios novios que la querían y complacían en todo, embelesados por su indomable personalidad y  su extraña forma de ir por la vida. Nunca entendieron si ella realmente los quiso, o si sólo fueron unas piezas de compañía en su intento por resistir a lo que ella denominaba su vida cruel.

Nadie sabe con exactitud qué le ocurrió, pero un buen día decidió aislarse de todos los que habían sido de cierta forma sus amigos y se encerró en el más profundo silencio. Algunos decían que se había vuelto loca de tantos excesos que había experimentado, otros menos inteligentes comentaban que había sido abducida, y algunos más románticos contaban que ella esperaba a su verdadero amor, aquel hombre que la despertaría de su eterno letargo. En lo que todos estaban de acuerdo es que ella nunca volvió a ser la misma.

Me quedé observándola por un momento y sentí una extraña complicidad con aquella mujer que había decidido hacer las cosas a su manera sin importarle lo que la sociedad esperaba de ella. Y comprendí que su mirada de tristeza no era otra cosa más que su verdadero rostro sin máscaras, y que había dejado de ser esa patética imitación de chica “bien”, para convertirse en lo que verdaderamente era, una persona diferente del resto, pero no por ello menos humana.

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